Se ha escrito mucho sobre lo que suele llamarse "el Padre Nuestro" (que yo prefiero llamar "la Oración de la Familia") y mucho sobre la oración sumo sacerdotal de Cristo en Juan 17, pero muy poco sobre las oraciones de los apóstoles. Personalmente no conozco ningún libro dedicado a las oraciones apostólicas, y salvo un opúsculo sobre las dos oraciones de Efesios 1 y 3 apenas se han expuesto por separado. No es fácil explicar esta omisión. Uno pensaría que las oraciones apostólicas están tan llenas de doctrina importante y de valor práctico para los creyentes que deberían haber atraído la atención de los que escriben sobre temas devocionales. Mientras que muchos de nosotros deploramos los esfuerzos de aquellos que quieren hacernos creer que las oraciones del Antiguo Testamento son obsoletas e inapropiadas para los santos de esta era evangélica, me parece que incluso los maestros dispensacionales deberían reconocer y apreciar la peculiar idoneidad para los cristianos de las oraciones registradas en las Epístolas y el Libro de Apocalipsis. Con la excepción de las oraciones de nuestro Redentor, sólo en las oraciones apostólicas las alabanzas y peticiones se dirigen específicamente al "Padre". De todas las oraciones de la Escritura, sólo éstas se ofrecen en nombre del Mediador. Además, sólo en estas oraciones apostólicas encontramos el pleno aliento del Espíritu de adopción.
Qué bendición es escuchar a algún santo anciano, que ha caminado mucho tiempo con Dios y ha disfrutado de una íntima comunión con Él, derramando su corazón ante el Señor en adoración y súplica. Pero, ¡cuánto más bendecidos nos habríamos considerado si hubiéramos tenido el privilegio de escuchar las alabanzas y las súplicas hacia Dios de aquellos que habían acompañado a Cristo durante los días de Su tabernáculo entre los hombres! Y si uno de los apóstoles estuviera todavía aquí en la tierra, ¡qué alto privilegio consideraríamos si le oyéramos orar! Un privilegio tan elevado, me parece, que la mayoría de nosotros estaríamos dispuestos a tener considerables inconvenientes y a viajar una larga distancia para ser favorecidos de esta manera. Y si se nos concediera el deseo, con cuánta atención escucharíamos sus palabras, con cuánta diligencia trataríamos de atesorarlas en nuestra memoria. Pues bien, no se requiere tal inconveniente, ni tal viaje. Al Espíritu Santo le ha complacido registrar una serie de oraciones apostólicas para nuestra instrucción y satisfacción. ¿Demostramos nuestro aprecio por tal bendición? ¿Hemos hecho alguna vez una lista de ellas y meditado sobre su importancia?