Arthur Pink introduce este tema vital definiendo la conciencia y describiéndola como nuestro mejor amigo o peor enemigo. Richard Sibbes explica bellamente la naturaleza de la conciencia y por qué Dios nos la ha dado. William Perkins enumera útilmente los deberes de la conciencia como dar testimonio y juzgar. A continuación, William Fenner demuestra que toda persona tiene una conciencia y da otras razones por las que Dios nos la ha dado. En un segundo artículo, Arthur Pink nos ayuda a entender que nuestra conciencia ha sido corrompida por el pecado, que sólo es capaz de trabajar según la luz que tiene, y que sus operaciones son defectuosas. John Flavel nos adentra en la conciencia agobiada por el pecado, ¡y qué viaje es ese! Escribe sobre la sensación de carga del pecado, los recuerdos de nuestro pecado y la condenación de la conciencia. En su segundo artículo, William Fenner nos informa que los ministros deben conocer el estado espiritual de sus rebaños para ministrar adecuadamente la Palabra a la conciencia del pueblo de Dios. Una vez más, John Flavel revela la miseria de una conciencia en el infierno: una conciencia condenada. Sí, amigos, las conciencias seguirán a los perdidos al infierno. Misericordiosamente, en su tercer artículo, Pink nos lleva al reconfortante reino de una buena conciencia: ¿cómo obtenemos una, cuáles son sus características, y cómo la mantenemos? J. C. Ryle nos dice que nada en nuestra guerra evangélica contra el pecado está mejor calculado para tranquilizar, calmar y reconfortar una conciencia enfurecida que la justificación sólo por la gracia mediante la fe sólo en Cristo. Por último, Charles Spurgeon nos advierte que no debemos utilizar prácticas externas y un poco de religión para tranquilizar nuestra conciencia: eso puede ser eternamente mortal. Como siempre, el gozo de la salvación y el cielo en la tierra de una conciencia tranquila se encuentran sólo en la obra terminada de Cristo y el poder regenerador del Espíritu Santo.